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¿Quieres luchar contra el patriarcado? Implícate en las comidas de Navidad

Tu abuela, tu madre y tus tías llevan años cocinando todo y levantándose cada cinco minutos de la mesa. ¿No crees que ha llegado el momento de abandonar tu actitud pasiva y participar en la preparación de los banquetes?

Ellas también necesitan sentarse y descansar
Ellas también necesitan sentarse y descansarPIXABAY

Mi Navidad, amigos míos, siempre había sido un eterno permanecer sentada mientras ricos manjares pasaban ante mis ojos. Asistía a la Nochebuena, orquestada durante mi infancia por mi abuela y mi tía, como se asiste a una superproducción del Circo del Sol: luces y brillantes agasajos, olorosas viandas, saltos mortales y volteretas triples para que todo quedase perfecto, para que la comida estuviese caliente, deliciosa, a tiempo.

Sin embargo, no fue hasta el año pasado cuando me di cuenta de la complejísima coreografía que suponía mantener cada año el estándar de excelencia de la cena de Nochebuena y la comida de Navidad. Claro que era consciente de que detrás de esa cena maravillosa había una cantidad de trabajo brutal, pero el verdadero golpe iluminador en la cabeza no llegó hasta que me enfrenté cara a cara con la Tarea Suprema: cocinar la cena de Nochebuena para mis padres. Ilusa de mí, nadando en las aguas dulces de la inocencia, se me ocurrió decidir el menú, hacer la compra y cocinar en el mismo día.

No me excederé en detalles. Solo confesaré que, a las nueve de la noche, cuando por fin tuve todo listo, solo quería meterme en la cama, llorar un rato con el llanto agudo de un bebé abandonado en la trasera de un restaurante, y después dormir cuatro días seguidos. A pesar de que era un menú relativamente sencillo, que preparé siguiendo a pies juntillas las fórmulas mágicas indicadas en este mismo blog (caldo, tartar de salmón y aguacate, bacalao con patata, chirivía y gremolata de pistacho, y membrillos cocidos en zumo de granada), pasé por todas las etapas del ser ingenuo que se enfrenta a la preparación de una comilona:

1. Sobradismo

Te crees Dios. Te sobra tiempo. Te sobran habilidades. Tu menú será lo mejor que tus padres se hayan echado jamás a la boca. Crees que manejas las leyes de la seguridad alimentaria y la física hasta el punto de que te parece posible congelar un salmón y descongelarlo para evitar el anisakis contando solo con dos horas por delante.

2. Leve temblor

Empiezas a ver que no eres Dios. Si, acaso, un apóstol humilde de los que comía en una esquina de mesa de La Última Cena. Dada tu velocidad para llevar a cabo con gracia toda la cena, empiezas a sospechar que tienes algún problema motriz, algún daño neurológico irreversible. También el despliegue de manchas y peladuras que invade tu cocina parece irreversible. Empiezas a bajar el listón y a pronunciar disculpas tipo: "Esto no sé yo qué tal va a salir... pero lo importante es intentarlo". El salmón aún no está ni medio congelado, y empiezas a contemplar la posibilidad de decirles a tus padres que esos gusanitos blancos que se ven entre veta y veta rosa son gulas del Norte.

3. Pánico

Solo tienes que decir que se te ha olvidado algo, que vuelves a la tienda de la esquina, y salir corriendo lo más lejos que puedas, dejando abiertas las pestañas de las recetas en tu ordenador para que tu familia pueda llevarlas a buen término mientras tú tiemblas y te comes una bolsa de Risketos sentado en unos escombros en algún solar de Carabanchel.

4. Confrontación

Es aquí donde sucede la magia, donde debes demostrar tu fuerza, donde los planos de lo ideal y lo duramente real se tocan. Tu cena ideal y tu cena real se dan las manos con terror, como cuando Bart Simpson se encontraba con Hugo, su hermano gemelo maligno oculto en el desván. Obviamente, como en el caso de Bart, es posible que finalmente sea Hugo el que sea el mejor, a pesar de presuponérsele la malignidad. Es decir, es posible que toda la preocupación, el cariño y el esfuerzo desmedidos puestos en la preparación de la cena, todo ello sazonado con amargas lágrimas de desesperación, hagan que los platos tomen un valor especial. Si has conseguido llegar hasta aquí, sólo te queda lanzarte de cabeza al siguiente punto.

5. Desmayo

Chisporroteas un poco y fundes a negro. Si el anisakis ha entrado en el cuerpo de tus familiares debido a tus negligencias, no estarás ahí para verlo. Cuando despiertes, no entenderás dónde se ha ido todo el mundo. Llama a los hospitales de la ciudad. En alguno los encontrarás.

Sabina Urraca, contando en televisión su experiencia como cocinera en Navidad
Sabina Urraca, contando en televisión su experiencia como cocinera en NavidadGIPHY

Esta toma de consciencia, estos cuatro pasos, son fundamentales para entender realmente lo que sigue, para darse de latigazos y comprender que, hasta el día que decidiste preparar un menú navideño tú solo, tu vida en estas fiestas tan familiares y entrañables era la de uno de esos polluelos de cuco gordacos y egoístas que abren el pico con despotismo y reciben un buen bolo de comida ricamente regurgitada. ¿Regurgitada por quién? Por la figura que hoy nos ocupa: las matriarcas.

Obviamente, hay una parte de negación, una distancia irónica con respecto a la figura de la abuela, tía o madre que lleva las riendas de los festejos. Me conozco esa postura. La conozco porque yo misma me he aposentado en ella durante años. Sé quién eres, porque, antes de ser este polluelo humilde, también yo fui un polluelo egoísta. ¿Qué me dices? ¿Que miras la Navidad con distancia irónica y vas a la cena familiar por compromiso, pero en realidad la odias? Muy bien, pero el hecho comprobado es que cada año VAS, TE SIENTAS, COMES. Si tanta pereza te da ir, si tan igual te da comer esto o lo otro, sé consecuente con tu postura y quédate en casa. O si no, mueve el culo. Si tan poco te gusta esta cena, simplemente no vayas.

Lo que no es posible es que año tras año sigas aposentando tu culo en una cómoda silla y veas como ricos manjares pasan ante tu rostro, tragando con un vacaburrismo distraído, como si la cosa no fuera contigo. Recuerda: no tienes cuatro años. Porque es esta postura, la de "en realidad a mí la Navidad me la sopla, lo hago por mi familia, y dejo que se note que no me apetece un huevo estar ahí", una de esas ocasiones en las que nos colocamos por unos días en la posición de hienas adoradoras del patriarcado, machitos malcriados, bebés egoístas. Colocados en la posición de niños y niñas de mamá, nos infantilizamos y abrazamos el heteropatriarcado con una facilidad pasmosa. Puedes ser una señora de bien, que se indigna ante la diferencia salarial, acude a las manifestaciones, levanta el puño y grita NI UNA MENOS y suelta espumarajos de rabia cuando se habla de la diferencia de reparto de tareas en el hogar, pero cuando se trata de ser niños, de volver al nidito en el que dimos nuestros primeros torpes pasos de cachorro, todo está permitido.

En nuestras mentes apoltronadas en la rancia y pobre costumbre de ser servidos, mamá, la tía o la abuela no son una de esas mujeres que merecen un reparto equitativo de tareas. Porque, en nuestro cerebro adormecido por los agasajos y el trato de adolescentes que seguimos recibiendo, ellas son sencillamente mamá, mami, mamaíta, la yaya, la tita, instituciones sociales que funcionan como comedor de indigentes, hospital, lavandería, paño de lágrimas, muro de carga contra el que lanzar tus frustraciones del año. La Navidad, tradición de tradiciones, perpetúa ese mal como un alud de nieve que deja a señoras devastadas a su paso. Señoras que intentaré describir a continuación, de modo que el lector sepa identificar si cuenta con una o varias de ellas en su grupo familiar.

La Madre Suprema es la Gran Matriarca, Mamá Oca, la Venus de los Fogones. La cocina, el hogar, es su reino. Y no se lo andes tocando. Allí sólo manda ella. Permitidme que deje de un lado cualquier asomo de ironía y sarcasmo para decir una gran verdad: el mundo, desde que es mundo, funciona gracias a mujeres así. Ellas son las guardianas de los objetos, las responsables de que la maquinaria funcione a buen ritmo. Recuerdo escuchar a un chico de mi facultad decir que se iba el fin de semana a casa de sus padres, y que llevaría la ropa sucia allí, porque "ya sabes, en casa de mis padres hay cesto mágico". Este comentario, que en realidad puede parecer propio de un adolescente déspota y machista, en realidad no lo es tanto. De hecho, pone de manifiesto una palabra clave en todo este asunto: la magia. Porque este trabajo invisible que muchas mujeres llevan realizando sin chistar durante siglos de historia familiar es precisamente eso: magia. ¿Cómo explicar si no ese apresto que toma cualquier prenda de ropa al ser simplemente doblada por una mater familias suprema, el confort de sus bandejas de canelones, la irresistible tersura de las sábanas cuando la cama ha sido hecha por sus cálidas manos?

"El movimiento se demuestra andando", "Lázaro, levántate y anda", "más vale morir de pie que vivir de rodillas": este hatajo de frases archipronunciadas son, en realidad, un homenaje a esa figura de Madre Suprema. Porque, y esto espero que lo tengamos todos claro, no hay nadie que se haya levantado tantas veces en la vida. De la mesa, en concreto. Y más específicamente en Navidad. Hace un año, el colectivo feminista Locas del Coño difundió este vídeo sobre el Sentador de Madres, haciendo una finísima y audaz crítica a este modelo navideño de la matriarca que se levanta una y otra vez. Parece una broma, pero en realidad revela una cruda realidad. Si no estás del todo convencido, toma una libretita y pon un palito cada vez que veas levantarse a la Mater Omnia Vincit de tu clan. Al final de estas fiestas, tu cuadernito parecerá el diario de un náufrago al borde de la locura.

¿Van a hacer todo las mujeres otra vez esta Navidad?
¿Van a hacer todo las mujeres otra vez esta Navidad?GIPHY

El problema de esta figura, si es que puede generalizarse tanto, es que su condición mágica hace que se abuse de ella sin límites. Estamos malacostumbrados, malcriados hasta puntos insospechados, y creemos que la tita tiene gasolina para lo que le echemos y más. Escudados en ello, perpetuamos la idea de que, más que persona, es una máquina. Sin embargo, observa con cuidado: ¿no te estarás parapetando en la idea de que la cocina es suya y solo suya para tener la excusa de no mover un solo dedo? Al preguntar acerca de este tipo de mater primigenia, de Venus de Fertilidad que, en lugar de ofrecer la leche de sus enormes pechos, te da ensaladilla, caldo de pollo, croquetas, puchero, polvorones, mantecados del pueblo, cinco tápers de merluza en salsa verde y diez abrazos llenos de amor a raudales, he recibido respuestas tajantes: "Yo querría ayudarla, pero es que no se deja", "su cocina es suya; no andes entrando", "no nos deja meter baza; ella es feliz así".

Ante estas frases de disculpa, permitidme que alce con osadía mi dedo corazón. Es aquí, más que en las ¿No estás tan harto del heteropatriarcado, no achacas todos los males de nuestra sociedad a ese estrecho régimen vital? Muy bien. Pues rompe una lanza en favor de un camino distinto, rompe las cadenas, transgrede las Leyes Divinas de la Navidad, alza el puño y comienza tu revolución: propón hacer tú el postre. Ocúpate de asar manzanas, batir mousses, espolvorear azúcar glas. Parte turrones y ponlos en la bandejita con el mismo primor con el que han sido dispuestos cada año para que tú digas con desprecio: "Puf, turrones, qué va, ya no me entra nada más" (para después comerte media bandeja de forma distraída).

En ocasiones, luchar contra el patriarcado, ese concepto con el que tanto se nos calienta la boca, pasa por poner la mano en el hombro de la matriarca de turno, sea ella abuela, tía o madre, y decirle firmemente: "Tú siéntate, que ya lo hago yo". O, en algunas ocasiones, ser capaces de apreciar lo que se nos da y abrir la boca llena de manjares para decir: "Gracias, tía Mariasun".

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