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Las trampas del semáforo nutricional

El uso del rojo, el amarillo y el verde en las etiquetas se ideó para que los consumidores supieran si los alimentos eran saludables. Ahora la industria manipula el semáforo para ocultar los efectos de sus productos.

Según ellos, todo bien
Según ellos, todo bienWIKIMEDIA.COM
Juan Revenga

En 2010 los europarlamentarios fueron objeto de la mayor operación de presión que jamás se hubiera ejercido nunca sobre ellos. El debate que suscitó la coacción partió de la Confederación Europea de Industrias de Alimentos y Bebidas (la CIAA) y de sus marcas adheridas, a raíz de una sugerencia sobre la modificación del etiquetado nutricional. Una campaña que costó -según la propia CIAA- en la friolera de 1.000 millones de euros invertido por sus marcas. Su finalidad era echar para atrás la propuesta británica de adoptar un etiquetado nutricional europeo más amable para los consumidores, conocido como el semáforo nutricional. Lo que haría desaparecer el que le interesaba a la industria, basado en los porcentajes de las guías de consumo diario (o GDA’s). A instancias del entonces socio británico en el Parlamento, se debatía la implantación un código de tres colores (rojo, ámbar y verde) con el que definir de forma visual el contenido de un alimento en al menos cuatro de sus características nutricionales: las cantidades de azúcares, grasas totales, grasas saturadas y sal.

El grueso de la industria se mostró totalmente en contra -y sin fisuras- respecto al uso del semáforo, creyendo que acabaría por estigmatizar una gran mayoría de sus productos. De ser implantado, colocaría un número importante de luces rojas en los envases, algo que condicionaría bastante las ventas. Además, el semáforo expresaría su colorido dictamen respecto al contenido por 100 g de alimento en las cuatro variables mencionadas (véanse páginas 19 y 20), en lugar de un único porcentaje de las GDA’s en una etiqueta monocromática, como pedía la industria.

Las presiones surtieron su efecto: el 16 de marzo de 2010 y tras año y medio de debates se procedió a votar en el Parlamento Europeo entre el modelo de etiquetado semafórico, que a instancias de la europarlamentaria Glenis Willmott protegía mejor los intereses de los consumidores, o el defendido por la industria alimentaria. El resultado: 30 votos a favor de la propuesta de cambio británica; 30 en contra; y 2 abstenciones. En la práctica: quedó rechazada la propuesta británica, ganó la industria y adiós al semáforo… de momento.

El semáforo que nunca se pone rojo

A inicios de 2017, seis de las mayores marcas de la industria alimentaria (Coca-Cola, Mars, Mondelez, Nestlé, PepsiCo y Unilever) incluyeron el modelo tricolor en sus productos, supuestamente para informar mejor a sus usuarios respecto a la presencia de azúcar, grasas y sal : las tres bestias contra las que luchar dentro del sector desde hace un par de décadas. Lo cuenta de manera proverbial Michael Moss en su libro Salt, sugar, fat, cuyo título en castellano - Adictos a la comida basura -no llega a reflejar su interesante contenido.

Caben pocas dudas respecto a la intención de esta decisión de la industria: mejorar el balance de cuentas, o al menos posicionarse con herramientas que les den ventaja ante los posibles escenarios de mercado, para obtener el mejor de los réditos posibles. Aunque en su declaración de intenciones se afirma que su semáforo servirá para respaldar elecciones más saludables entre los consumidores. Para mayor recochineo, sostienen que su sistema sigue la codificación de colores aplicados en Reino Unido e Irlanda. Lo han llamado Evolved Nutrition Label Initiative, que en castellano suena fenomenal: iniciativa para un etiquetado nutricional evolucionado. Y usarían estos criterios para poner los colorines.

Siguen una estrategia habitual en ciertas multinacionales de esta industria: ponerse la medalla de preocuparse por las elecciones que puedan realizar sus consumidores. Curiosamente, los criterios siguen estando basados en los porcentajes de los GDA’s de cada nutriente que aportaría cada ración estándar de sus productos, que ellos se han preocupado de definir, en lugar el criterio que propuso el Reino Unido, basado en el contenido por 100 gramos.

Con criterios distintos, los resultados para un mismo producto en términos de luces rojas, ámbares y verdes son completamente diferentes: en los semáforos de la industria lucirán muchas menos luces rojas que en el conjunto de los británicos. Incluso en un mismo producto, las luces encendidas serán diferentes usando el semáforo de la industria o su alternativa. Lo han denunciado muchos países, además de múltiples plataformas y asociaciones de consumidores, como la OCU y la Asociación Europea de Consumidores o la alemana Foodwatch entre muchas otras. Porque en los semáforos de la industria destaca la escasez de luces rojas: no hay casi nada prohibido y todo mola. Por ejemplo, así quedarían los distintos semáforos para un mismo producto:

La analogía del tráfico

Imagina que vas conduciendo, te aproximas a un caos en el que confluyen decenas de vías y tienes que tomar una decisión prácticamente inmediata sobre si pasar -más rápido o despacio- o pararte. En el arcén, unas señales diminutas en un idioma incomprensible te van dando indicaciones de lo que has de hacer al llegar al cruce, y no tienes ni idea de qué hacer. Las opciones suelen ser tres: 1ª Intentas leer las señales y aunque no entiendes nada pasas el cruce jugándote el tipo; 2ª cierras los ojos, aceleras y que sea lo que Dios quiera; 3ª no sabiendo muy bien el porqué, clavas los frenos aunque creas que te van a atropellar.

Algo parecido les pasa a muchos consumidores para decidir si compran o no un producto teniendo en cuenta sus cualidades nutricionales. Con un lenguaje que no entienden y en una letra ilegible, se indican las cantidades en gramos, porcentajes por ración de consumo o por 100g de producto de proteínas, ácidos grasos, kilocalorías, grasas saturadas, hidratos de carbono y azúcares, vitaminas, minerales, etcétera. Es entonces cuando tienen que tomar una decisión: 1ª adquirir el producto sin entender si es conveniente o no; 2ª coger el producto a manos llenas porque está riquísimo y que le den a la cuestión nutricional o 3ª: como no se entiende ni palabra, dejar el producto en la estantería del supermercado, aunque dicen que tiene muchas vitaminas -lo pone en letras gordas- y al final no sabes si es peor el remedio o la enfermedad.

Algo así debieron de pensar en 2006 en la Food Standards Agency del Reino Unido (FSA) y por ello se plantearon simplificar la toma de decisiones y, volviendo al símil del tráfico, decidieron poner semáforos en un lenguaje universal (luz verde, ámbar y roja) para facilitar la toma de decisiones relativas a la salud. La estrategia tiene una pinta inmejorable: el semáforo en el terreno de la circulación vial tiene valor para tomar decisiones, sobre todo porque cada luz manda un mensaje incompatible con los demás. Son decisiones totalitarias del tipo pasar-no pasar (o en última instancia, si está rojo, pasar bajo la responsabilidad de cada uno asumiendo los posibles riesgos).

Pero en el terreno nutricional la cosa no es tan sencilla, ya que frente al mismo cruce o alimento nos encontramos con al menos cuatro semáforos; cuatro indicaciones para tomar una única decisión. ¿Qué se hace en el caso de encontrar una luz verde para los azúcares, dos ámbar para las grasas y las grasas saturadas y una roja para la sal? ¿Y si son dos rojas, una verde y otra amarilla? ¿Y tres verdes y una roja? El semáforo nutricional es una buena idea sobre el papel, pero en la práctica puede que no lo sea tanto.

Alternativas libres de tráfico

Otras instituciones del panorama europeo se han propuesto diseñar un mensaje aún más claro, como esta propuesta francesa que se implementa de forma voluntaria desde abril de 2017 en varias cadenas de distribución. La herramienta ha recibido el nombre de Nutri-Score, y trata de ofrecer una única lectura totalizadora -y no cuatro- respecto a la calidad global del alimento. Usando una horquilla de cinco posibles letras, da una nota general al producto que va desde la A (óptimo) a la E (pésimo). Te lo explica la ministra francesa de sanidad, Marisol Touraine, en este enlace con vídeo incluido. Igual que en modelo del Reino Unido, los criterios para lograr esta media dependen de diversos aspectos nutricionales contenidos en 100g del producto, y no por ración como en los modelos que siempre propone la industria.

Así se entiende mejor
Así se entiende mejorLE PARISIEN

Para ello hay elementos cuya presencia suma (frutas, verduras, frutos secos, fibra y proteínas) y otros que restan (grasas saturadas, azúcar, sodio o sal y calorías). La puntuación se obtiene tal y como se detalla en este informe (páginas 13 y 14) de la Agencia Nacional para la Seguridad Alimentaria, del Entorno y del Trabajo (ANSES): realizando una única lectura fruto del sumatorio de los aspectos positivos y negativos de cada alimento. Esto simplifica la toma de decisiones, pero a la vez puede arrojar lecturas “raras”, como proponer al aceite de oliva la peor o segunda peor nota entre las posibles (página 36). Lo cual no parece lo más adecuado.

En definitiva, el etiquetado desempeña un papel importante en las tomas de decisiones que conducen a consumir o dejar de consumir un producto. Por esta razón la industria alimentaria tiene tanto interés en que se haga a su manera, y no de otra. Parece que no hemos encontrado el mejor modo de comunicarlo, pero el peor es más que evidente: permitir que se implanten sus criterios.

Sobre la firma

Juan Revenga
Es dietista-nutricionista, biólogo, consultor, y divulgador. Es profesor en la Universidad San Jorge, en la Universidad Francisco de Vitoria y un montón de cosas sesudas más. Definido como un Don Quijote con cuchara, es muy activo en redes sociales en donde, a partes iguales, reparte estopa y defiende la salud a través de la cocina.

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