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¿Es 'Ven a cenar conmigo' el mejor programa de cocina de la temporada?

Bacalao carbonizado, dorada a las gotas de sudor, batido con mosca, un Danet servido como postre de autor... El concurso culinario más freak nos enamora a golpe de cenas gloriosas dignas de intoxicación alimentaria.

Aquí todavía se hablan
Aquí todavía se hablanCUATRO

Tan solo han pasado tres años del alumbramiento de uno de los errores de la naturaleza más espantosos de la gastronomía televisada: el León Come Gamba de Masterchef. Aquel tubérculo contrahecho parecía destinado a habitar en nuestros terrores nocturnos durante décadas, pero, voilà: ya está más que olvidado. La televisión es un fenómeno que siempre consigue renovar los traumas de sus adeptos con horrores infinitamente más inquietantes.

En cuestión de un par de meses, el magnífico programa Ven a cenar conmigo -de lunes a viernes a las 20:30h en Cuatro- se las ha apañado para mostrarnos engendros culinarios que hacen de León Come Gamba una obra maestra de la gastronomía molecular, digna de tres estrellas Michelin. Para entendernos, he estado en pisos de estudiantes donde se servía comida más apetecible. Ni en la nevera de Ángel Cristo la manduca pintaba tan ponzoñosa.

Una terapia apetitosa

La fórmula de este exótico concurso gastronómico, emitido ya en Antena 3 en 2008, consiste en juntar a cinco inadaptados sociales y meterlos en la cocina a ver qué pasa. Cada noche, uno de ellos recibe al resto de los concursantes en su casa y les prepara una cena. Los comensales puntúan la velada y de ahí surge un ganador, que se embolsa 3.000 machacantes (que deberían ser invertidos ipso facto en cursos de cocina).

La tendencia obsesiva a lo hortera, el humor desencajado, la acidez de la voz en off, los marcianísimos efectos de postproducción y la delirante utilización de la banda sonora recuerdan al modus operandi de Quién quiere casarse con mi hijo, programa de la misma productora. Y eso es bueno, porque te da alas en las redes. Es un código de vergüenza ajena y humillación por la vía del choteo que resulta adictivo… y te hace escupir los empastes de la risa.

Contacto con la periodista Diana Aller. Su experiencia como guionista de televisión es muy valiosa, sobre todo si tenemos en cuenta que participó en el Ven a cenar conmigo de Antena 3, años ha. “El formato me encanta. Tiene muchos ingredientes que me flipan pero es también muy duro de grabar. El equipo de grabación merece un monumento, sé que terminan de madrugada todos los días”, asegura Aller.

No menos importante es el equipo de casting. Ni ExxonMobil encuentra tanto petróleo. Algunos personajes actúan en exceso y parecen infiltrados -esto es un espectáculo televisivo, no lo olvidemos-, pero el grueso del material humano seleccionado es de una extravagancia tan colosal, que ni siquiera el guionista más chalado de España sería capaz de igualar tanta demencia. Este programa es la constatación de que en España hay excedentes de cocineros calamitosos que no han sido advertidos de su torpeza. Y también de freaks con hambre de popularidad y mucho trastorno por exorcizar.

Cantantes de rancheras fracasados; strippers fofos; el típico 'comiditas' sabelotodo con menos nociones de cocina que Calamardo; personas carentes de los recursos más elementales para desenvolverse en esa cosa llamada sociedad; juguetes rotos, hechos añicos, carnaza de psicoanálisis... Ven a cenar conmigo es un diván en toda regla.

“Se ponen de relieve los trastornos más raros y la tensión propia de los humanos. Queda sobradamente manifiesto que cualquier mortal sometido a una situación así, saca su psicopatía más florida a relucir”, comenta acertadamente Aller. Porque en dos meses de nada, una señora le ha plantado cara a un poltergeist, armada con la alcachofa de la ducha. Ha aparecido un cincuentón, sirviendo los postres disfrazado del Quijote. Una mujer ha confesado que unos extraterrestres le concedieron un préstamo monetario (un Cofidis intergaláctico, vamos). Hemos vivido en un bochorno perenne, embriagante: droga muy dura.

Sin embargo, la vergüenza ajena, la seborrea y el kitsch se entremezclan con una familiaridad y una ternura que aumentan a medida que avanza la semana. Por alguna razón insondable, te encariñas con esos pobres diablos. Quizás porque Ven cenar conmigo es un catalizador de traumas y trastornos de toma pan y moja. O porque en esa mesa afloran recuerdos de difuntos, pasados turbios, obsesiones, idas de olla. O porque el alcohol barato hace que broten las lágrimas, las tiranteces y los karaokes decadentes.

Con las manos en la guasa

Ven a cenar conmigo es fascinante como amplificador de psicopatías, pero en términos culinarios es también una ventana abierta al horror lovecraftiano. Todos tenemos algún flipado de la cocina en nuestro grupo de amigos: esa persona que se cree un chef incomprendido, pero lanza cachos de surimi a todo lo que se cruza en su camino. La misma persona que sigue organizando cenas de las que ya no te quedan excusas para escapar. Pues el programa no solo le ha ofrecido cobijo a este tipo de sujeto, sino que le ha dado carta blanca para envenenar a discreción.

Así pues, en lugar de confeccionar menús sencillos, muchos concursantes optan por la cocina experimental y sacan el Heston Blumenthal de pacotilla que llevan dentro. Se han visto propuestas radicales: un batido de galletas Oreo con una mosca de regalo. Bacalao carbonizado. Dorada recocida con gotas de sudor. Puntos de cocción punks que deconstruyen las carnes hasta convertirlas en alpargatas masticables. Una Danet de chocolate servida como postre de autor. Rescate y puesta al día de alimentos kilómetro cero a reivindicar, como el surimi o el helado de vainilla del badulaque. Ah, y hemos asistido el resurgir del cóctel de gambas, el plato estrella del programa. Se han preparado docenas de estos cócteles de formas muy distintas, pero con un objetivo común casi siempre conseguido: que la comida para gatos parezca más apetitosa.

Las muecas de repugne, los “¡noooooo!” y las almohadas en la cara son la tónica habitual desde el sofá, cuando los concursantes de Ven a cenar conmigo operan en la cocina. Al surrealismo de las recetas hay que sumarle también la adrenalina del accidente doméstico: llamaradas asesinas, comida ardiendo, humaredas tóxicas y microondas al límite de su resistencia. No es una empresa fácil ponerte a preparar la cena después de ver este concurso: cada vez que remueves los tortellini reblandecidos y sacas esa loncha verde de pavo de la nevera, no puedes evitar pensar que que en cualquier momento algún “cazatalentos” de Ven a cenar conmigo llamará a tu puerta.

Porque, en el fondo, este show es una celebración de las miserias humanas a través de la cocina. Algo con lo que el mal cocinero y el tío rarito que todos llevamos dentro pueden sentirse fácilmente identificados. Como dice Diana Aller: “Cada noche, cuando termino de ver el programa llego a la misma conclusión: la gente es maravillosa.”

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