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Por qué me gusta ser camarero habiendo estudiado filosofía

Philip Muller estudió filosofía y fue periodista freelance. Pero cuando empezó a trabajar en un restaurante descubrió que su verdadera vocación estaba entre platos y no entre papeles. Éste es su testimonio.

Camareros de sala en un servicio del Restaurante Challwa, La Punta, Callao
Camareros de sala en un servicio del Restaurante Challwa, La Punta, CallaoROGER CASAS-ALATRISTE / FLICKR

El camarero es una persona que se dedica profesionalmente a servir. Como cualquier persona que trabaje, presta un servicio; pero, además, sirve. Sirve la mesa a sus clientes. Una profesión de este tipo incomoda en una sociedad individualista. Nadie quiere servir y hay muy buenas razones para negarse a hacerlo. La primera y principal es una pregunta: ¿por qué habría de servirte yo a ti?

Porque todos pueden servir la mesa. No se necesita ningún estudio o requisito previo para traer y llevar platos, más allá, tal vez, de tener una buena presencia y una buena sonrisa. La jefa de sala me lo dejó claro en la entrevista de trabajo: “Estoy entre tú y otro con diez años más experiencia”. Yo no sabía descorchar una botella. Había dado con su restaurante por casualidad después de deambular dos horas en el Ensanche de Barcelona con un puñado de currículums en la mano. “Pero qué quieres que te diga: me hace tanta gracia que hayas estudiado Filosofía que me voy a quedar contigo”.

A veces tener estudios y formación es un obstáculo entre camarero y cliente. Si yo también soy una persona cultivada, ¿por qué este me trata como si fuera tontito? Muchos clientes confunden ser servidos con ser idiotas. Vivimos en un momento en que todos pueden servir, pero muy pocos saben cómo ser servidos; de hecho, mucha gente piensa que solo son camareros aquellas personas que por cualquier razón no han podido hacer algo mejor con su vida. “Es un trabajo que paga las facturas”, lo resumió mi tío John, “pero, ahora en serio, ¿de verdad quieres dedicarte a esto toda tu vida?”.

Un amigo coincidió con mi profesor de Filosofía Antigua, un viejo catedrático al que debo mi amor por Sócrates, que le preguntó por mí. Mi amigo respondió que estaba en Barcelona trabajando de camarero. “Se le cambió la cara”. Lo cierto es que me gusta servir la mesa a perfectos desconocidos y algunos desconocidos lo valoran. Un día un matrimonio australiano me pidió que me acercara a su mesa. Ella, sonriente y entrada en carnes, se enfrentaba a un cochinillo confitado y él, algo más seco y escuchimizado, a un farcellet de rabo de buey.

“Estamos encantados con tu servicio” me dijo muy serio el marido. “Tanto, que los dos nos queremos casar contigo”. Se quedó unos segundos pensativo mientras miraba la salsa del farcellet a través de sus gafas. “El problema es que nosotros somos dos y tú solo eres uno”. (Dejaron de propina un Pinot noir de Utiel-Requena entero “para tu formación profesional”).

Después de rechazar el trabajo de mis sueños en una editorial para volver feliz a mi restaurante, puedo decir tranquilamente que he escogido hacerlo con toda la libertad del mundo. Puedo decir que me basta con que me guste algo para no dejar de hacerlo: el gusto es una razón en sí misma. Y también puedo decir que tengo otras buenas razones para creer que ser camarero es una profesión única.

Y se marcharon contentos

Algún evangelista habla de dos hombres que “se marcharon contentos a casa” después de toparse con el mismísimo Cristo. El objetivo de un restaurante es exactamente el mismo: que la gente que decida comer ahí se marche contenta a casa o al trabajo. La gracia está en que no necesitas ser ningún mesías para conseguirlo. “¿Se fueron contentos?”. A los pocos meses de estar en el restaurante me di cuenta de que esa era la pregunta decisiva. Sí, se marcharon contentos. Entonces todo bien: no hacen falta más preguntas. No, algo les disgustó. De acuerdo. ¿Qué fue mal?

Contentos, no felices. Una vez un cliente me pidió “una vida nueva” de postre; otro, si le podían poner “el camarero para llevar”. Un restaurante no da la felicidad: la vida es más grande que una comida. Si entras por la puerta con deudas, la cuenta no disminuirá su saldo. Si has perdido a tu hijo, no lo recuperarás con el postre. Si te acaban de despedir, seguirás desempleado desde el aperitivo hasta el café. Pero durante dos horas, este grupo de gente que está en cocina y sala quiere que estés bien. Seas quien seas. Estés como estés.

A cualquier camarero serio le centra la sonrisa de un cliente. Es bonito pelear por ella. Tan bonito e inútil como dejarse la piel por la sonrisa de un recién nacido.

Puede resultar extraño buscar sonrisas en un restaurante, pero de hecho muy pocas veces alguien va a un restaurante solo a comer. Por lo general, mucha gente come fuera para celebrar. Cualquier motivo es bueno: un cumpleaños, un despido o que no tengo que fregar los platos. Pues bien, casi todos los factores del restaurante que transforman una comida en toda una experiencia son responsabilidad directa del camarero de turno. A fin de cuentas, uno siempre escoge la comida, pero nunca el servicio.

La verdadera igualdad

La Edad Media nos dejó la Universidad, la Ilustración y el restaurante. La igualdad que se respira en la sala de un restaurante es herencia directa de la Revolución Francesa. Toda persona que entra en un restaurante merece el mismo trato; todas tienen el mismo derecho a una buena atención.

En dos años de camarero he servido a escritores, a académicos, a periodistas, a presentadores de televisión, a poetas y filósofos, a editores, a productores, a jefes de programación, a cabezas de partidos de la “nueva política” y a representantes de la de toda la vida, a premios Nobel, Planeta y Cervantes, a banqueros, a currantes que querían dar una sorpresa a su pareja, a hijos que cuidan de sus padres en sus últimos años, al proveedor de carnes, a la puta de la esquina, que detesta el cebollino, al corrupto que robó dinero de las arcas públicas, al comercial que quiere deslumbrar a un posible cliente, a personas en sillas de ruedas, a curas y a príncipes italianos, a gente que esnifa cocaína en el baño, a recién casados, a arquitectos, a gentrificadores…

Todos son importantes e iguales. Son iguales en la mesa y deben ser iguales a ojos del camarero. Todos merecen el mismo trato, es decir, el trato más personalizado posible.

Es fantástico poder servir igual de bien al político que está en la portada del periódico que al chaval que ojea las noticias mientras espera a su novia. Es fantástico hacerlo porque los dos, independientemente de todo, tienen ese derecho. La igualdad que se respira en la sala de un restaurante es única y el camarero es su garante. No debe darse nunca por sentado. Yo al menos la peleo a diario de una forma, por lo demás, muy tranquila.

Todos somos bastante iguales en la mesa. El camarero comprueba todos los días todo lo que los seres humanos tenemos de animales y de políticos. Todos son iguales ante el camarero y esta igualdad es triple. El camarero ve todo lo que compartimos como especie, actualiza la igualdad ante la ley, política si se quiere, y anticipa esa maravillosa y desnuda igualdad ante la muerte.

La única condición que se pide al cliente es que pague. No porque seamos unos ratas o interesados; tan solo porque también nosotros tenemos que comer y porque, tal y como están las cosas, todo cuesta dinero, desde el pescado de mercado del día hasta el carbón de la brasa.

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