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Mi vida como temporero de la fruta sin papeles

Amadu Tjane Balde hizo periodismo en Guinea y vino a España en 2015 buscando trabajo para seguir estudiando. Hoy sobrevive como temporero sin papeles en Alcarrás. Esta es su historia contada en primera persona.

Amadou Tjiane Balde, en la recogida del melocotón en Lleida
Amadou Tjiane Balde, en la recogida del melocotón en Lleida

Me llamo Amadu Tidjane Balde. Nací en Guinea-Bisáu, en una ciudad llamada Bafatá considerada la segunda capital del país. Estudié periodismo en mi país y llegué a España en noviembre de 2015: fui al País Vasco, concretamente a Bilbao. Estuve viviendo allí durante un año y medio, y aproveché para estudiar el castellano en la asociación Lagun Artean durante siete meses.

Vivía con un chico que decidió irse a Portugal; en ese momento me quede en la calle, sin un sitio donde dormir ni ducharme. Después de unas semanas conocí a otro chico rumano que me preguntó si quería trabajar, mi respuesta fue rápida: “Sí, pero no tengo papeles”. Él me contestó: no te preocupes, vamos a trabajar en el campo: allí no hay controles; y si los hay, no es para el tema de los papeles. Nos fuimos a Valladolid a trabajar recogiendo ajos y maíz. Cuando terminamos este trabajo, conocí a otro chico de Guinea Conakry, que me invitó a ir con él a Lleida para trabajar en la campaña de la fruta: así fue como llegué a Alcarràs.

En Alcarrás estuve durmiendo durante una semana en un parque que hay detrás del supermercado Bonpreu, hasta que un día hablé con un chico de Mali sobre mi situación y me explico un sitio donde vivían los temporeros; detrás de una fábrica de hierros, en el término de Alcarrás. Ese mismo día fui con la intención de dormir allí, pero no me dejaron: un chico me dijo que estaba todo lleno, que no había sitio para mí. Eran contenedores de camiones frigoríficos repletos de gente, sin agua y sin luz en medio del campo, así que me fui y encontré otro sitio; la terraza de un almacén cerca de los contenedores. Al día siguiente, muy temprano, llegó un chico español que me preguntó si quería trabajar y acepté: pude hacerlo durante las tres semanas que quedaban de la campaña de 2017.

Sin trabajo, pensé que tendría que hacer algo, y decidí perfeccionar el castellano. Preguntando, me indicaron que podía ir a Cáritas Parroquial porque allí impartían clases y cuando fui, tuve la suerte de encontrarme con una de las voluntarias que me atendió, me escuchó y se interesó por mi situación. Ella me puso en contacto con el técnico responsable del programa de asentamientos para que me entrevistara y valorara si se me podía derivar al programa de vivienda. En el proceso hasta entrar en uno de los pisos, me sentí acogido, escuchado, orientado y comprendido. Me ayudaron en todo lo que necesitaba desde la acogida, y pasado un corto tiempo me ofrecieron participar del programa de viviendas.

Ahora colaboro como voluntario en el proyecto de clases de castellano del cual formé parte, y estoy feliz de poder ayudar a otros como lo hicieron conmigo. También me piden colaborar como traductor cuando el mediador cultural de Cáritas ha de atender a tantos chicos que le va bien mi ayuda, y mi voluntariado se prolonga cuando alguno de los chicos debe ir al médico y tiene gran dificultad para expresarse.

Cuando decidí venir a Europa lo hice pensando en seguir estudiando. Cursé periodismo en mi país y deseo sacarme un título en cualquier universidad española para poder volver y trabajar de corresponsal para alguna radio española, pero no es fácil. Ahora estoy trabajando; a veces como temporero, otras en una obra o haciendo cualquier cosa, porque aún no tengo permiso de residencia y tengo que sobrevivir. El primer año ganaba cinco euros la hora y el año pasado seis, pero si un día llueve, no trabajas, y además la campaña de fruta dulce dura muy poco y tengo que aguantar con esto durante todo el año.

Conseguir la residencia es un proceso terrible. ¿Cómo puedo empadronarme si vivo en la calle? Y si al final lo consigo son tres años de espera tratando de sobrevivir, que casi siempre es malvivir. Pedir el arraigo en Cataluña, exige además 90 horas de catalán oficialmente certificadas. El proceso de conseguir pasaporte, penales y, ¡lo más difícil!, una oferta de trabajo por un año, puede llevarte otros tres años si tienes mucha suerte. Después; traducción jurada de los penales, histórico de empadronamiento, pruebas de haber estado esos tres años en el lugar en cuestión y un largo etcétera. Además, hay que pagar por cada paso que das. Con los contratos del campo no suelen salir los papeles a la primera, siempre hay alguna pega y te los niegan, aunque es más fácil si el payés tiene muchas tierras.

La vida del emigrante aquí es muy dura, incluso si tienes permiso de trabajo. Para renovar la primera tarjeta de residencia después del primer año, has tenido que trabajar cotizando como mínimo seis meses. Eso es muy difícil ya que solo se cotizan las peonadas y después de un mes te cotizan de 15 a 18 días: si la campaña dura cuatro meses y no tienes posibilidad de ir a otras campañas, al final pierdes la tarjeta y vuelves a estar en situación ilegal. También está la posibilidad de hacer muchas más horas de lo normal, pero no te aparecen en nómina y esas no cotizan.

En el tiempo de la campaña de fruta, si trabajo, puedo comprar lo que necesito para comer, pero no puedo darme un capricho, pensando siempre en guardar dinero para poder pagar la cama cuando no trabaje en invierno. En el piso donde vivo tengo que pagar 120 euros al mes, y son más los meses que no se trabaja en el campo que los que sí. La mayoría de temporeros se desplazan hacia Valencia, Jaén, Almería… Los trabajos de invierno son variables, he trabajado limpiando granjas, huertos, he hecho de jardinero. Muchos de mis compañeros, no comen dignamente porque el dinero que ganan es una miseria, el 90% de ellos reciben ayudas de Cáritas para alimentos básicos como arroz, aceite, leche azúcar, atún, y también ropa a los que les hace falta.

El racismo, es evidente, se nota, existe. Aquí en Alcarràs, hay bares que al entrar te clavan las miradas y los trabajadores -camareros- no tratan con dignidad a todo el mundo, por eso la mayoría vamos al bar de la chica de nombre Vero, que nosotros le llamamos Mama África, o el bar de la propietaria china cerca del CAP o en el kebab marroquí, en la carretera principal. Por hablar de cosas concretas que me hayan pasado, recuerdo que en Valladolid, la persona que nos llevó para trabajar, después de terminar en el campo de maíz, nos llevó para cortar ajos. Nos dijo que pagaría la caja a 1,50 €. Empezamos a trabajar desde las 7:00 h de la mañana hasta la 13:00h y nadie consiguió hacer 6 cajas. Mis compañeros y yo decidimos no seguir trabajando por este precio; seguiríamos trabajado sólo si cobrábamos por horas. El dueño del campo, decidió hablar con nosotros y dijo que nos pagaría a 2.00 € la caja pero nosotros insistimos que queríamos cobrar por horas. No cedió, pero lo trabajado nos lo pagó por horas.

De allí vinimos a Alcarràs en la provincia de Lleida. En Alcarràs cada payés va a su ritmo; unos al empezar a trabajar exigen que lo hagamos en silencio: no puedes hablar hasta que terminas el trabajo, o sea, hasta el momento del descanso. Otros les programan a los trabajadores los kilos que tienen que hacer al día: hay quien hace hasta 1.500, e incluso 2.000 kilos dependiendo de las hectáreas de campo y la cantidad de trabajadores. Es un trabajo duro, los palots -las cajas en las que se carga la fruta- que llevan tres maderas pesan 200 kilos cada uno, y hay palots de 300 kilos. Pero mi experiencia con los payeses de Alcarràs ha sido buena, y no tengo quejas.

A los temporeros, a largo plazo, se les nota en sus cuerpos el cansancio, el desgaste físico. Durante la campaña de verano se trabaja entre ocho y diez horas, con un descanso que va de 15 a 30 minutos, bajo el duro sol de verano y con el peso de los cubos llenos. En el tiempo de la poda se pasa mucho frio, los guantes se congelan, las pestañas se hielan, no sientes los pies del frío que hace, el dolor de los huesos que no se te quita (y todo esto por salarios muy bajos). A esto se une la soledad de tener la familia lejos: afectivamente es duro, la esperanza de volver al país con lo suficiente para instalarse allí, mejorando la vida de la familia, se va perdiendo. Y esto también afecta mucho psicológicamente.

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