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Por qué deberías odiar comer en la playa y en el campo

El autor de este artículo aborrece tomar bocadillos de filete empanado y táperes varios con los pies en la arena, y le cuesta entender que tú no lo detestes todavía.

Lo que no sabe ese es que se va a hartar de arena
Lo que no sabe ese es que se va a hartar de arenaPXFUEL
Carlos Doncel

Una playa como la de mi pueblo, Zahara de los Atunes, es muy grande; el codiciado cobijo de la sombrilla, no tanto. Mi padre lo sabía, y en una reunión plagada de adultos y escasa de sombra, no iba a consentir que su niño ocupara el espacio que, por edad, no le correspondía. “Carlos, ponte al sol y deja sitio a los mayores”, me ordenó al tiempo que abría una baguetina por la mitad. Desde entonces para mí comer en la playa es el recuerdo de un bocadillo de pollo mal empanado, la mirada fija en la suela de una chancla estrafalaria del Decathlon, mientras los rayos UVA me queman hasta el intestino delgado.

Intentarán ahora algunos convencerme. En lo que seguramente sea un ejercicio psicoanalítico inalcanzable hasta para el mismo Freud, alguien dirá que todo es por un trauma infantil que aún retengo. Os lo adelanto: me da igual, para vosotros Freud y sus polleces (nunca mejor dicho). Y si con la playa me ocurre esto, el campo lo descarto incluso antes de pensarlo. Nada, no me vais a hacer entrar en razón.

Argumentos vacuos que algunos utilizarán para desmontar lo que pienso

“Es que es muy relajante comer escuchando el romper de las olas”, puede decir algún hombre o mujer con un estilo poético nada creíble en el lenguaje oral. Ya, claro, tranquilidad si eres Jeff Bezos, te compras una isla y te hincas allí medio kilo de sandía en soledad. De lo contrario tienes que soportar al niño de turno echando arena cual cañón de nieve, la pegajosidad de las cremas protectoras del súper y la indecisión de no saber si sentarte, tumbarte o directamente morirte en la arena para que no te duela la espalda.

El único que está cómodo en la playa. GIPHY

“Al final es lo mismo que estar en un chiringuito y te sale mucho más barato”, podrían argüir otros. Pues mira, ahí llevan razón: la comida es mala en ambos sitios; qué menos que no te salga por el precio de dos empastes. Porque no olvidemos que el menú playero estándar se reduce a filetes empanados en esquirlas de titanio, ensalada de pasta sosa, tortilla salmonelítica y un poco de queso sudado cual triatleta fondón; y no será por que en El Comidista no hemos escrito artículos sobre qué recetas son las más adecuadas o las más rápidas de preparar para cuando vas a la costa.

“Es una de las mejores opciones para pasar tiempo con la familia y los amigos en la playa”, afirmarán con seguridad los más cariñosos. Te vas a hartar de ellos al final de verano, hazme caso. Cuando lleves 67 días haciendo lo mismo con la misma gente, te darás cuenta de que echas de menos la agobiante soledad de las escaleras mecánicas del metro. Que ya es decir.

Además, acuérdate del plan cuando vas con tu familia: se monta en medio de la arena poco menos que una verbena de pueblo. En este espectáculo veraniego, conocido como beachspreading, uno de tus tíos instala una carpa de un tamaño tal, que es capaz de bajar la temperatura de la Tierra en dos grados si la abre entera. Por otro lado, están tus primos pequeños pegando volteretas y tu padre afilando el cuchillo para la paletilla de jamón que se ha traído. Una escena que se completa con un mobiliario equiparable al del comedor de Harry Potter y casi un centenar de táperes gigantes repletos de comida.

Tu tía cargando con la frutita para después de comer
Tu tía cargando con la frutita para después de comerPIXABAY

En cuanto al campo, creo que muchos tienen la imagen de Heidi revolcándose por las praderas y haciendo pícnic con el abuelo, los dos rodeados de un paisaje verdísimo y sentados a la sombra de un árbol milenario. Está bien, pero en los dibujos animados no aparecen los mosquitos, ni el calor sofocante, ni las peleas familiares por las sillas, ni hormigas comiéndose hasta tus servilletas. En el anime japonés no sale, pero existe en la realidad.

Evidencias científicas que apoyan mi verdad

“Si vamos a la playa, olvidémonos de mayonesa casera, tortillas poco cuajadas, carnes poco hechas —sobre todo el pollo y hamburguesas—, ceviches o tartares. Los alimentos de origen animal suelen tener mayor carga bacteriana y se ponen malos con mucha facilidad si no se mantiene una correcta cadena de frío”, ilustra la dietista-nutricionista comidister Raquel Bernácer. ¿Lo veis? No hace falta haber tenido una experiencia traumática para saber que no es buena idea.

Asimismo, Raquel aconseja que lo mejor para prevenir intoxicaciones alimenticias es “invertir en una buena nevera isotérmica, unas cuantas placas de hielo y recipientes herméticos que cierren bien”. O sea, que la única opción que existe para no sufrir siete indigestiones seguidas es gastarte las perras en un refrigerador portátil en condiciones, y lo que es aún peor: cargarlo por la arena.

La felicidad de llegar por fin al sitio. GIPHY

Pero lleva razón nuestra dietista-nutricionista cuando pone en valor la calidad de las neveras. Cuando el sol aprieta se echa en falta alguna de las buenas: en las clásicas de color azul y blanco las bebidas se calientan más rápido que en el microondas. Como en un truco de prestidigitación, justo donde había hielos hace un minuto, hay ahora agua y botellas calentorras. Un fenómeno que se vuelve aún más paranormal cuando te percatas de que lo único que queda es un litro de Aquarius de marca blanca. ¿A quién se le ha ocurrido comprarlo y traérselo a la playa? ¿De verdad no le merecía la pena gastarse 43 céntimos más? Quizá lo único positivo de este misterioso suceso es que después se queda como envase para beber agua fresquita en casa (algo que no se puede traer Iker Jiménez de sus visitas a Bélmez, por ejemplo).

Estos mismos trágicos efectos del calor se sufren en el campo, donde en verano se le complicaría la subsistencia hasta al mismo Bear Grylls. No lo quisiera ver a él, tan de junglas de Sumatra y selvas congoleñas, en medio de una dehesa sevillana, sin piscinas ni ríos alrededor, con temperaturas superiores a 40 grados. Además con pantalones largos para prevenir las picaduras de garrapata, un adorable bicho que puede contagiar enfermedades como la anaplasmosis humana, la fiebre botonosa mediterránea y la de Crimea-Congo o la Debonel/Tibola, tal y como recoge en este artículo científico el doctor Oteo Revuelta. Quizá lo de este insecto sería lo de menos, pero seguramente este explorador británico preferiría revisarle las endodoncias a un león a buscar la salida en una finca andaluza un 15 de agosto (y si no le dan ganas a él, a mí mucho menos).

Por último, lo que no está probado en un laboratorio pero sí está más que constatado, es que cuando almuerzas en la playa comes más arena que haciendo el Dakar en patines de línea. Esto ocurre siempre. Siempre. He dejado este axioma para el final porque considero que es el más importante de todos: un 100% de este tipo de comidas acaba siendo un menú degustación de tinto de verano crunchy, ensalada de pasta al estilo duna de Bolonia y crocanti de melocotón de postre. Si tras esta experiencia aún persisten las ganas de abrir una fiambrera frente al mar, el diagnóstico está claro: masoquismo culinario crónico.

No sé si a partir de ahora alguien más se unirá a la secta del odio playero y campestre. Desde luego mi posición es firme, radical e irreflexiva como la de un votante de Vox. Y, al igual que ellos, nadie va a poder convencerme de lo contrario. Aunque haya crecido y ya pueda sentarme en la sombra con los mayores.

Sobre la firma

Carlos Doncel
Periodista gastronómico en El Comidista, doble graduado en Periodismo y Comunicación Audiovisual por la Universidad de Sevilla y alto, muy alto. Le encanta el picante, la cerveza, el cuchareo y las patatas fritas de bolsa. Cree que el cachondeo y el rigor profesional son compatibles y que los palitos de cangrejo deberían desaparecer.

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