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Bollycaos de ayer y hoy: ¿era peor la bollería industrial en nuestra infancia?

Sabemos que los ultraprocesados son malos para la salud. ¿Han mejorado en algo respecto al pasado, o son todavía más perjudiciales? Preguntamos a expertos sobre la evolución de la bollería y demás parientes.

Parece una camiseta del Atleti antigua o un pijama feísimo
Parece una camiseta del Atleti antigua o un pijama feísimoPANRICO

En los años ochenta la bollería industrial vivía algo así como en la Disneylandia de las políticas alimentarias: una fantasía sin exigencias de ningún tipo respecto a la declaración exacta de ingredientes. Ríete tú, pero eso llegó con un reglamento europeo ya entrados en 2016. Tampoco había cortapisas en la declaración de efectos beneficiosos para la salud: "Bollycao es la merienda que alimenta", cantaban unos niños en un anuncio que haría saltar por los aires el proyecto de perfiles nutricionales y la publicidad infantil del ministro Garzón.

Eran otros tiempos. Ni la industria se andaba con medias tintas ni sutilezas para vender sus productos, ni la mayoría de los consumidores se planteaba el dilema de la nutrición saludable. ¿Quién iba a cuestionar el impacto nutricional de un bollo blandito, bien envuelto y que por fin acababa con el drama infantil de las meriendas de bocadillo que se desmoronaba al jugar? Por si quedaban dudas, la campaña de lanzamiento lo presentaba como "la merienda de una pieza".

Hace unas semanas, el tuitero Dani Bordas lanzaba al aire la pregunta de si la bollería industrial de nuestra infancia era mejor o peor que la de ahora. El tecnólogo de los alimentos Miguel Ángel Lurueña, autor del blog Gominolas de Petróleo, recogió el guante e intentó diseccionar cómo eran aquellos maravillosos bollacos de nuestra tierna infancia. En su análisis ganaban por la mínima los de hoy, veredicto con el que coinciden muchos nutricionistas y expertos en alimentación. “Vi el hilo de Miguel Ángel y no puedo añadir nada a lo que él decía. Es muy difícil saber si antes eran mejores que ahora porque antes no se declaraban igual los ingredientes en las etiquetas”, responde Javier Sánchez Perona, científico titular del CSIC e investigador del Instituto de la Grasa en el departamento de Alimentación y Salud.

Así han ido cambiando las grasas

Durante siglos la manteca y la mantequilla fueron ingredientes básicos en buena parte de la repostería: los humanos los comían sin remilgos y morían en guerras, devorados por alguna alimaña en el bosque o, qué sé yo, por una infección cualquiera. En los ochenta, mientras Jane Fonda vendía como churros sus vídeos de aerobic, las grasas animales -a la sazón, grasas saturadas-, cayeron en desgracia. Se les acusó de ser las causantes de la obesidad de los occidentales y se sustituyeron por "grasas vegetales". ¿Cuáles? Las más apañadas, léase, el aceite de palma.

Como era grasa vegetal, los consumidores se quedaron tranquilos: ya podían seguir engullendo sus bollos y atorar sus arterias sin más preocupaciones. “Muchos se enteraron cuando la legislación obligó a declarar el tipo de grasa vegetal; pero los tecnólogos de alimentos ya lo sabíamos porque para darle la textura es necesaria una grasa que sea sólida a temperatura ambiente, es decir, rica en ácidos grasos saturados: y el aceite de palma lo es”, explica el profesor Sánchez Perona. Buena parte de los biscotes crujientes, las Sopinstant de Gallina Blanca y hasta hace dos telediarios, los Corn Flakes de Kellogg’s llevaban aceite de palma.

Este aceite, hoy satanizado, es el más vendido en el mundo. Vale que es rico en ácidos grasos saturados y que este tipo de grasas no son las más recomendables desde el punto de vista de la salud cardiovascular, pero – añade Sánchez Perona – “depende del contexto de hábitos de vida”. En los países productores de palma tienen incidencias de enfermedades cardiovasculares inferiores a las nuestras. “No es lo mismo usar aceite de palma para un dulce industrial, que además lleva gran cantidad de azúcar y probablemente aditivos para hacerlo más atractivo a los sentidos, que para freír verdura o pescado”, apunta el experto.

Temiendo caídas de ventas, la industria mandó al aceite de palma a vestuarios y saltaron al terreno de juego las grasas hidrogenadas. “Estas sí que son realmente peligrosas por la presencia de ácidos grasos trans, que se comportan como los saturados desde el punto de vista físico”, apunta Sánchez Perona (nuestro nutricionista de cabecera Juan Revenga también escribió largo y tendido sobre el tema). Luego llegó el turno del girasol alto-oleico, un invento industrial para que se pareciera al aceite de oliva, pero sin las propiedades cardioprotectoras del jugo de la aceituna.

Como no gustan las medias tintas, en los últimos años se han multiplicado las galletas, masas de pizza y toda suerte de ultraprocesados ‘con aceite de oliva’. Con su bacon, su pepperoni o su triple de queso, y, en muchas ocasiones, un aceite de oliva que no pasa de ‘orujo de oliva’.

¿El viaje acaba aquí? Probablemente, no. En la reciente edición de Madrid Fusión se presentaba Verdeo, un proyecto de grasa vegetal insaturada elaborada con base de aceite de oliva. Es sólido a temperatura ambiente y aspira a conquistar el universo de la bollería industrial del futuro: punto y seguido en esta historia de grasas y bollitos.

Azúcar en tiempos de los videojuegos

Sin etiquetas nutricionales es imposible saber si los bollos de cuando éramos niños llevaban más o menos azúcar. Pablo Ojeda, dietista y experto en obesidad, cree que es muy probable que ahora lleven más. “Muchos de los alimentos que nos rodean llevan azúcar, porque actúa de conservante y hace que los alimentos sean más palatables y adictivos: si las cosas normales ya tienen un puntito de dulzor porque llevan azúcar, para que notemos dulces los bollos es posible que ahora lleven más azúcar porque nuestro umbral del dulzor está más alto que en los ochenta”, declara.

También endulzan con dátiles o miel, con intenciones de vender los mismos productos con una pátina de sanos. “Eso es postureo industrial: desde el punto de vista metabólico te pega una subida de glucosa bestial, porque al fin y a al cabo el dátil está sacado de su matriz alimentaria, y no deja de ser un azúcar añadido”, sentencia Ojeda. La miel – ya lo explicaba Juan Revenga – es un azúcar libre con los mismos efectos metabólicos al azúcar. También los hay sin conservantes, sin gluten, sin lactosa… “Salvo que tengas una intolerancia y debas tomarlos ‘sin’, lo único que favorece es el ‘efecto halo’: acabas comiendo más porque te convences de que son buenos para tu salud”. “Y no dejan de ser bollería industrial con un porrón de azúcar que aporta más bien poco a tu dieta”, concluye Ojeda.

Enriquecido con esto y aquello

Cuando todo el campo era Bollycao y los Donuts empezaron a venir “de dos en dos” no había quejas de que los niños comieran mal, pero con el cambio de milenio el marketing convenció a los padres de que sus niños andaban malcomiendo, pero que esas deficiencias nutricionales se podían paliar. ¿Comiendo más frutas, verduras y potajes? ¡No, hombre, no! Con galletas y bollos enriquecidos con chorrocientas vitaminas, minerales y el indispensable hierro: el nutricionista Pablo Zumaquero se hacía eco de un reciente estudio que revela que estos alimentos ultraprocesados reducen la diversidad de la microbiota intestinal hasta el punto de provocar inflamación intestinal.

En su obsesión por que los niños estén bien alimentados, los padres provocan precisamente lo contrario: que tengan problemas de nutrición. “Creen que así salvan que el niño no quiera comer legumbres, vegetales o pescados, pero dándoles ultraprocesados no arreglan el problema de base. Si el niño ya está enfermo, encima, incluso se enfadan y te acusan de querer privar a su hijo de una pequeña alegría por recriminarles que le den un bollo ultraprocesado”, añade Marta Tejón, dietista-nutricionista en pediatría clínica.

Aquellos maravillosos años (sin información)

Pongamos como ejemplo un Bony, el bollo relleno de mermelada de fresa de Bimbo, otro de los favoritos de la chavalada en tiempos del Naranjito. Según la página de Bimbo en los 70 el envoltorio llevaba un dibujo simplón con una foto del bollo y listo. En los 80 añadieron información tan sustancial como que iba ‘con mermelada’. ¿A qué niño le interesa saber más? Mientras el cromo no estuviera ‘repe’, todo en orden. Con el cambio de milenio llegaron los ‘enriquecidos con hierro y vitaminas’, y también, los paquetes dobles. Una fantasía que nos permitía comer el doble, porque todo el mundo sabe que, una vez abierto, un bollito se seca a toda prisa; y que dos mejor que uno.

A partir de 2016 se acabaron las risas: la etiqueta nutricional obligatoria informaba de que cada bollito de 55 gramos aporta 228 kilocalorías. O sea, el 11% del total diario para un adulto, el 16% de grasas y el 24% de azúcares, en un pastelito que da para escasos cinco bocados. Los mensajes frontales del paquete y parte de la publicidad, por cierto, ya se dirigen al adulto porque según el Código PAOS no se debe usar la imagen infantil para anunciar alimentos poco saludables. Entró en vigor en 2005 y no es una ley sino una especie de código de buenas conductas de la industria; el mismo que llevan casi dos décadas saltándose a la torera.

¿Y el sabor y el tamaño?

Algunos tuiteros se quejan de que los Bollycaos de ahora son más pequeños, o con menos relleno. En cambio, desde su web se anuncia que ahora son ‘más tiernos’ y ‘con más relleno’, sin entrar a discutir el tamaño. De ser menor, no estarían solos: en los últimos años muchos productos han ido menguando de manera casi imperceptible su tamaño. Chocolatinas, patatas fritas o cortezas tienen ahora unos cuantos gramos menos: se conoce como shrinkflation o ‘reduflacción’: adelgazar el tamaño del producto (con diferentes intenciones). En declaraciones a la BBC, la firma de chocolates Cadbury’s lo justificaba hace un par de años como una forma de combatir la obesidad.

Eso sí, solo afectaba a las chocolatinas de venta en pack; esas que compramos en el supermercado y podemos comprobar cómo aumentan de precio cada cierto tiempo. Con la inflación disparada este año, muchas marcas han optado por adelgazar el producto para no repercutir el alza de los precios. Sin ir más lejos, las bolsas de Doritos llevan cinco unidades menos. Cola Cao o la margarina Tulipán también prefieren achicar gramaje a subir precios.

Al menos, son más seguros

En lo que seguro que han ganado los ultraprocesados es en seguridad alimentaria. “En los años 80 -y antes- la seguridad alimentaria en España era de chiste (por no decir de miedo). Fue mejorando paulatinamente, especialmente, con la entrada en la UE (1986) y, sobre todo, con la creación de la EFSA y la AESAN (2002)”, declaraba desde Twitter el tecnólogo Miguel Ángel Lurueña, que asegura que ahora hay más controles y más restricciones, como los límites o prohibiciones para compuestos tóxicos. Un bollo no deja de ser un bollo y una pizza, una pizza; pero por suerte ya no estamos en esa Disneylandia loca, que ahora nos parecería similar a la que presentaba Banksy en aquella instalación distópica de 2015.

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